Nuestra semejanza con Cristo | Octavius Winslow

Y les reconocían que habían estado con Jesús.
HECHOS 4:13

Tenemos derecho a buscar uno o más de los rasgos morales del carácter de nuestro querido Señor en Su pueblo. Alguna semejanza con Su imagen; algo que distinga al hombre de Dios. Algo de bajeza de mente, mansedumbre de temperamento, humildad de comportamiento, caridad, paciencia en el aguante de la aflicción, mansedumbre en el sufrimiento de la persecución, perdón de las injurias, devolver bien por mal y bendición por maldición. En pocas palabras, alguna porción del «fruto del Espíritu», que es «amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza» (Gá. 5:22-23). Si uno o más de estos no están «en vosotros, y abundan, de modo que no os dejarán estar ociosos ni sin fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo» (2P. 1:8), y en una semejanza con Él, tenemos una gran razón para dudar si alguna vez hemos «conocido la gracia de Dios en verdad» (Col. 1:6). No hay duda de que esa es una profesión melancólica en la que no se puede rastrear nada que identifique al hombre con Jesús. Nada en sus principios, en sus motivos, en el carácter de su mente, en su espíritu, en su propia apariencia, que le recuerde a uno a Cristo, que atraiga el corazón hacia Él, que haga fragante el nombre de Emanuel y que eleve el alma en deseos ardientes de ser también como Él. Esta es la influencia que ejerce un creyente que lleva consigo una semejanza con su Señor y Maestro. Un hombre santo es una bendición, vaya donde vaya. Él es olor de Cristo en todo lugar.


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