Yo Juan, vuestro hermano, y copartícipe vuestro en la tribulación, en el reino y en la paciencia de Jesucristo, estaba en la isla llamada Patmos, por causa de la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo. Yo estaba en el Espíritu en el día del Señor.
APOCALIPSIS 1:9-10
Nuestro adorable Emanuel revela con frecuencia los rayos más brillantes de Su gloria en épocas de la más dolorosa prueba y de la más profunda penumbra. Las oscuras dispensaciones providenciales de Dios a menudo ponen de manifiesto con mayor resplandor las glorias de Su amado Hijo, como la oscuridad de la noche revela con mayor nitidez y brillo la existencia y belleza de los cuerpos celestes. Para la manifestación de esta notable revelación de Su gloria resucitada a Su siervo, nuestro Señor elige precisamente una ocasión así. Una ocasión que, a los ojos de la razón, parecería la más desfavorable e improbable; pero a los ojos de la fe, que va más allá de las segundas causas, la más apropiada para tal revelación de Jesús. El emperador Domiciano, aunque no se liberó de su temible responsabilidad por el hecho, no fue sino el instrumento para ejecutar el propósito eterno de la gracia y el amor. La mano de Dios se movía, y se movía también, como suele hacerlo, en la «espesa oscuridad». Desterrado como estaba Juan por este emperador romano a una isla desolada del Mar Egeo, «por la palabra de Dios y por el testimonio de Jesucristo», el Redentor no hacía más que preparar el camino para la revelación de esas visiones de gloria, que nunca fueron más sublimes ni más preciosas para el ojo del hombre mortal. Dios no solo estaba colocando a Su amado siervo en la posición correcta para contemplarlas, sino que también estaba entrenando y disciplinando Su mente espiritual y humildemente para recibirlas.
Pero observen cómo este oscuro y difícil incidente estaba haciendo el bien de este santo exiliado. Aunque estaba desterrado de los santos, de la sociedad y de todos los medios de gracia, el hombre no podía desterrarlo de la presencia de Dios; ni la persecución lo separaba del amor de Cristo. Patmos, a su vista, se volvió resplandeciente con la gloria de un Salvador resucitado; el Dios y Padre reconciliado era su Santuario; el Espíritu Santo, el Consolador, lo cubría con Su sombra; y el día del Señor, ya tan santificado y precioso para él en su asociación con la resurrección del Señor, irrumpió en él con una efusividad, santidad y alegría insólitas. ¡Oh, cuán ricamente favorecido fue este discípulo amado! A pesar de los grandes privilegios que había tenido anteriormente ―viajar con Cristo, contemplar Sus milagros, colgarse de Sus labios, descansar en Su seno―, nunca había sido tan privilegiado; nunca había aprendido tanto de Jesús, ni había visto tanto de Su gloria, ni había bebido tan profundamente de Su amor, ni había experimentado tan ricamente Su indecible ternura, Su gentileza y Su simpatía; y nunca había pasado un día del Señor como ahora, a pesar de ser el habitante solitario de una isla aislada. ¡Oh, dónde hay un lugar que Jesús no pueda irradiar con Su gloria; dónde hay una soledad que no pueda endulzar con Su presencia; dónde hay un sufrimiento, una privación y una pérdida que Él no pueda recompensar más que con Su gracia sustentadora y Su amor tranquilizador; y dónde hay un alma temblorosa y postrada que Su «mano derecha» no pueda levantar y calmar! Esta fue, pues, la ocasión en la que el Señor se apareció en tan gloriosa forma, con tan tranquilizadoras palabras y sublimes revelaciones, a Su amado siervo.