Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos.
HEBREOS 2:17
Participando de nuestra naturaleza, nada de lo que era humano le era ajeno, excepto el pecado que lo manchaba y desfiguraba. Separen de Él todo lo que está caído, exorcicen todo espíritu malo del alma, expulsen todo sentimiento bajo de la mente, extirpen todo sentimiento egoísta del corazón y dejen que todo lo que queda de nuestra humanidad —sean sus afectos puros, sus exquisitas sensibilidades, sus refinadas afecciones, sus nobles propósitos, sus elevados, generosos y delicados sentimientos de simpatía y amor— y tendrán un retrato perfecto de nuestro Señor y Salvador. Nuestro Señor, como hombre, fue verdadera y puramente humano. Entrando en cada afinidad de nuestra naturaleza, se hizo íntimo con cada pensamiento y sentimiento, con cada afecto y emoción, con cada pena y dolor, con cada lágrima, gemido y suspiro de nuestra humanidad: todo, todo era suyo, excepto su pecado. Tampoco era esencial para la exquisita y perfecta ternura y simpatía de Su naturaleza que Él fuera, como nosotros, pecador. No, esto no habría hecho más que enturbiar, embotar y perjudicar todas las suaves sensibilidades y percepciones intelectuales de Su alma humana, como en nosotros lo ha hecho lamentablemente. Las susceptibilidades humanas que poseía Jesús eran tanto más profundas, ricas e intensas por el hecho mismo de Su perfecta pureza o de Su entera impecabilidad. ¡Cuán perfecto, entonces, debe ser Su amor, cuán tierna Su compasión, cuán exquisita Su simpatía, ya que fluye de una humanidad toda inmaculada como Su Deidad!