Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados.
1 CORINTIOS 15:17
En esto estaba la gran evidencia de la perfección y aceptación de Su sacrificio. La obra expiatoria de Jesús era en sí misma perfecta y completa. Era todo lo que Dios exigía, todo lo que la Iglesia requería y todo lo que la ley y la justicia pedían. Sin embargo, faltaba una prueba de que esta obra era aceptada por Dios, y era satisfactoria para la justicia divina. En la cruz había pronunciado ese maravilloso grito, que envió alegría a todo el cielo y consternación a todo el infierno: «Consumado es». Pero, ¡he aquí, Él muere! El Capitán de nuestra salvación ha sido vencido. El vencedor prometido ha sido vencido. Es puesto en la tumba. La piedra lo cubre. La tierra lo aprisiona. ¿Qué prueba tenemos ahora de que Él era más que mortal? ¿Qué prueba de que era Dios? ¿Qué sello divino está puesto en la gran carta de la redención? ¿Qué garantía tenemos de que es completa? ¿Qué seguridad tenemos contra los estruendosos truenos de la ley y las llamas consumidoras de la justicia, contra la ira de un Dios ofendido y la condenación que ha de venir? En pocas palabras, ¿cómo podemos saber que todas las perfecciones divinas están armonizadas en nuestra salvación, y que «todo el que crea en Jesús no perecerá, sino que tendrá vida eterna» (Jn. 3:16)? He aquí que el Padre lo resucita de entre los muertos. Esta es la evidencia, este es el sello, esta es la garantía, y esta es la seguridad. No necesitamos pedir más. Esto satisface a Dios; nos satisface a nosotros. En ese momento, todas las inteligencias creadas fueron convocadas para presenciar el gran y definitivo sello colocado en la obra perfecta de la redención. Y mientras todos los ojos estaban atentos a la tumba que cedía, el Padre, en ese estupendo acto de Su poder y amor, pronunció su solemne voz: «Este es mi Hijo amado, en cuya persona me deleito, y de cuya obra estoy bien satisfecho». ¡Oh, qué majestuosidad rodeaba ahora la forma naciente del Dios encarnado! Nunca había aparecido un Salvador tan verdadero, ni un Redentor tan ilustre, ni un Mediador y Abogado tan perfecto como ahora, sellado por Dios Padre, vivificado por Dios Espíritu y radiante con los rayos de Su propia gloria divina.