En el mundo tendréis aflicción.
JUAN 16:33
Podríamos dejar de lado, por un momento, el fino velo que nos separa de los santos glorificados, y examinar el camino por el que fueron conducidos por el Dios del pacto a sus presentes disfrutes. Cuántas excepciones, si es que hay alguna, encontraríamos a esa declaración de Jehová: «Te he escogido en horno de aflicción» (Is. 48:10). Todo el mundo habla de alguna cruz peculiar —alguna prueba doméstica, familiar o personal que los acompañó en cada paso de su viaje— que hizo ciertamente del valle que pisaron «un valle de lágrimas» y del que solo se liberaron cuando el espíritu, despojado de su manto de carne, huyó donde el dolor y los suspiros se acaban para siempre. El pueblo de Dios es un pueblo afligido. El primer paso que dan en la vida divina está relacionado con las lágrimas de la tristeza que es según Dios (cf. 2Co. 7:10). Y, a medida que avanzan, la angustia y las lágrimas no hacen más que trazar sus pasos. Se duelen por el cuerpo de pecado que están obligados a llevar consigo; se duelen por su perpetua propensión a apartarse, a retroceder y a vivir por debajo de su alto y santo llamamiento. Se lamentan de que se lamentan tan poco. Lloran de que lloran tan poco. Todavía se encuentran tan pocas veces lamentándose con la actitud de uno en el polvo ante Dios por tantos pecados remanentes y por tantas y tan grandes desviaciones. En relación con esto, está la angustia que resulta de la necesaria disciplina que la mano correctora del Padre que los ama casi a diario emplea. Puesto que, ¿bajo qué luz deben ser vistas todas sus aflicciones, sino como tantas correctivas —tanta disciplina empleada por su Dios del pacto— para hacerlos «partícipes de su santidad» (He. 12:10)? Visto de otra manera, Dios es deshonrado, el Espíritu es entristecido y al creyente se le despoja de la gran bendición espiritual por la que la prueba fue enviada.