Nuestros gemidos son música para Satanás. Cuando nos revolcamos en cenizas, nos ahogamos en lágrimas, extendemos nuestras manos en busca de ayuda y clamamos hasta que nuestra garganta se seca, él sacia su cruel corazón mirando nuestros males. Es la visión más agradable para él ver a Dios escondiéndose de Su hijo, ese niño quebrantado por los miedos, desgarrado por las penas, hecho hermano de los dragones, compañero de los búhos, bajo ansiedades inquietantes, perpetuas lamentaciones, débil y dolorosamente deshecho, su lengua pegada a sus mandíbulas, sus entrañas ahogadas, sus huesos quemados por el calor y su carne consumida (Gilpin, Sobre las Tentaciones de Satanás, Parte 2. p. 281). Se abalanza sobre nosotros después de que hemos estado muy angustiados y cansados con nuestra marcha en la noche de dolores. ¿Y cuál es el dolor de nuestras penas? Dios puede por un largo tiempo dejarnos en sus manos. Y por su actuación con Job, sabemos cuál es su temperamento. “Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo” (Lc. 22:31). Es la hora y el poder de las tinieblas.