Por medio de las aflicciones Dios no solo corrige nuestros pecados pasados, sino que también obra en nosotros un odio más profundo por nuestras corrupciones naturales. Y esto con el propósito de evitar que caigamos en muchos otros pecados, que de otra manera cometeríamos. Como un buen padre, quien permite que su tierno bebé se queme el dedo en una vela, para que más bien aprenda a cuidarse de caer en un fuego mayor. Y para que el hijo de Dios diga como David: «Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos. […] Antes que fuera yo humillado, descarriado andaba; mas ahora guardo tu palabra» (Sal. 119:71, 67). Y ciertamente —dice San Pablo— «somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo» (1 Co. 11:32). Con una cruz, Dios proporciona dos curas: el castigo de los pecados pasados y la prevención de los pecados futuros.