¡Cómo somos por naturaleza hijos de ira! ¡Y cómo nos hacemos más hijos de ira por repetidos actos de pecado! Dios resiste al orgulloso, pero tiene en consideración al alma contrita y humillada. “A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos” (Lc. 1:53). A todos aquellos a quienes otorga Su favor, primero los convence de su propia miseria, es decir, les muestra la maldición, el infierno, la condenación que han merecido. Y cuando son perdonados tras tal visión, el perdón los llena de pensamientos bajos y de autohumillación. Y cuando llega a abrazarlos, los encuentra en la postura del pobre pródigo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros” (Lc. 15:18-19). Una sola visión del rostro de Dios destruirá toda nuestra confianza y rebajará todo nuestro orgullo. Y cuanto más se revele esto y se descubra a las almas de los fieles, más verán la causa de su aversión y aborrecimiento en el polvo y las cenizas. De ahí que nuestro apóstol, que conocía tanto de Dios, fuera tan humilde, diciendo: “Pero por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1Co. 15:10).