¡Oh, con qué frecuencia debemos recordar a tal Salvador! ¡Cómo deberíamos pensar y hablar de forma agradable de Aquel que no pensó nada demasiado por nosotros! Hemos sentido la ira de Dios y hemos bebido en cierta medida la copa de la que Él bebió. Y esto justamente por nuestros pecados, pero Él por amor y bondad: para hacer expiación y propiciación. Y si lo que hemos sentido fue tan terrible, ¡cuánto más terrible fue lo que Él soportó! Si las pequeñas gotas han puesto nuestras almas en llamas, es decir, nos han llenado de angustia, ¡qué tormento sufrió Él que se sumergió como en un mar de ira! No hay duda de que tal amigo, tal médico como ha sido para nosotros, debe ser siempre valorado. No podemos orar más que en Su Nombre; no podemos ser justificados más que con Su Justicia; no podemos esperar nada más que por Sus Méritos y Su Intercesión; no podemos vivir ni podemos morir sin Él. Que este sea el lenguaje constante de nuestras almas: ¡Nadie más que Cristo, nadie más que Cristo! “Por las noches busqué en mi lecho al que ama mi alma; lo busqué, y no lo hallé. Y dije: Me levantaré ahora, y rodearé por la ciudad; por las calles y por las plazas buscaré al que ama mi alma; lo busqué, y no lo hallé. Me hallaron los guardas que rondan la ciudad, y les dije: ¿Habéis visto al que ama mi alma? Apenas hube pasado de ellos un poco, hallé luego al que ama mi alma; lo así, y no lo dejé, hasta que lo metí en casa de mi madre, y en la cámara de la que me dio a luz” (Cnt. 3:1-4).