¡Oh, cómo se derretirá nuestro corazón con amor cuando recordemos que, así como hemos sido afligidos por nuestros pecados contra Él, así mismo Él estuvo en mayores agonías por nosotros! Hemos tenido hiel y ajenjo, pero Él probó una copa más amarga. La ira de Dios ha secado nuestros espíritus, pero Él se quemó con una ira más ardiente. Estuvo bajo un violento dolor en el jardín y en la Cruz. Inefable fue la pena que sintió, siendo abandonado por Su Padre, abandonado por Sus discípulos, ofendido y reprochado por Sus enemigos, y bajo maldición por nosotros. Este Sol estuvo bajo un eclipse triste, este Señor vivo se dispuso a morir, y en Su muerte estuvo bajo el ceño fruncido de un Dios enfadado. Ese rostro se le ocultó en ese entonces; ese que siempre le había sonreído antes. Su Alma sintió ese horror y esa oscuridad que nunca antes había sentido. No hubo separación entre la naturaleza divina y la humana, pero sufrió dolores iguales a los que nosotros merecíamos sufrir en el infierno para siempre. Dios suspendió de tal manera la eficacia de Su gracia que no desplegó en esa hora ninguna de Sus fuerzas y virtudes sobre Él. No tuvo ningún consuelo del cielo, ni de Sus ángeles, ni de Sus amigos, ni siquiera en esa hora dolorosa, cuando más necesitaba consuelo. Como un león herido en el bosque, rugió y gritó, aunque no hubo desesperación en Él. Y cuando fue abandonado, todavía había confianza y esperanza en esas palabras: “Dios mío, Dios mío”. ¿Hemos sido abandonados por Dios? Él lo fue mucho más, y estuvo abandonado por un tiempo para que nosotros no lo estuviéramos para siempre.