Él abrió los ojos de su siervo David para considerar el horror de su falta mediante su adulterio y asesinato cometido. Y lo que era como haberle empujado a la perdición, por la divina providencia le confirmó en el camino de la salvación. Con su caída se le hizo saber cuán débil era su naturaleza. Y, por otro lado, cuán admirable fue la gracia de Dios que esto le obligó a dejar toda opinión elevada de sí mismo y a no buscar su felicidad en ningún otro lugar que no fuera en la misericordia y gracia de Dios. Y en cuanto a otras personas fieles, este triste ejemplo suyo fue beneficioso para mortificar su vanidad y su orgullo, y para enseñarles a poner toda su confianza en Dios. Con qué maravilla debemos clamar diariamente: “¿Dios en verdad morará familiarmente con los hombres?” ¿Se compadecerá y perdonará a los pecadores tan impacientes, tan murmuradores y tan incrédulos como nosotros? ¿Nos hará oír de nuevo la alegre voz que durante tanto tiempo ha tenido en nuestros oídos la voz de la ruina y la destrucción? ¿Regresará y será mi Dios otra vez cuando tantas veces he pensado que era mi enemigo? ¿Me dará la esperanza del cielo cuando he estado tanto tiempo a las puertas del infierno? ¿Extenderá Su mano y me llevará a Su arca cuando mi pobre alma inquieta ha ido de un lado a otro buscando descanso y no lo ha encontrado? Su propósito en estas aflicciones y pruebas dolorosas es que el cristiano liberado se sorprenda siempre de Su amor. Y cuando se haya perdido de asombro y gozo, diga lo siguiente: “¡Oh, la altura, la anchura y la profundidad!” (Ro. 11:33).
